Tocar su Manto
Obra de Arte de Sherry Phillips
Una gran multitud lo seguía y lo apretaba. Había una mujer que había estado sangrando durante doce años. Había sufrido mucho consultando a varios médicos y había gastado todo lo que tenía, sin embargo en lugar de estar mejor, estaba peor. Cuando escuchó hablar de Jesús se acercó a él entre la multitud y tocó su manto, porque pensó: «Si toco sus ropas, seré sanada.» Inmediatamente su sangrado se detuvo y sintió que su cuerpo estaba liberado del sufrimiento.
Inmediatamente, Jesús se dio cuenta de que había salido poder de él. Se volvió hacia la multitud y preguntó: «¿Quien ha tocado mis ropas?»
«La multitud está apretándote» respondieron sus discípulos, «sin embargo preguntas ‘¿quién me ha tocado?'»
Pero Jesús seguía mirando para ver quién lo había hecho. Entonces la mujer, sabiendo lo que le había sucedido, fue y se tiró a sus pies y, temblando de miedo, le dijo toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha sanado. Ve en paz y sé liberada de tu sufrimiento» (Lucas 8, 24-34).
¿Puedes imaginar cómo fue esa experiencia para mí? Yo, una pobre mujer israelita que había estado enferma tanto tiempo, había abandonado todo para ser sanada.
Al principio, no lo vi, pero escuché a la gente dando gritos de alabanza. Pude sentir el entusiasmo de la gente por la presencia de alguien muy especial en el pueblo. Luego, cuando escuché el nombre Jesús, recordé los comentarios sobre sanaciones impresionantes que habían sucedido a causa de él. ¡Incluso había hecho resucitar personas! Seguramente Jesús tenía el poder de sanarme a mí.
Sin embargo, parecía imposible llegar hasta él. Estaba caminando en dirección opuesta y una gran multitud lo rodeaba. Peleé para pasar entre la gente, acercándome a él cada vez más. Me preguntaba si alguna vez lo alcanzaría antes de que llegara al templo donde no se me permitía entrar porque soy mujer. Por lo tanto, luché entre las personas con más determinación, esperando llegar lo suficientemente cerca para tocar su manto.
Supe que estaba acercándome porque comencé a notar una sensación de amor extraña pero maravillosa, más allá de lo que jamás había experimentado en mi vida. Luego .. ¡lo vi! Mi corazó latió ruidosamente, creí que explotaría si no lo calmaba. Pero me acerqué. Sólo un círculo pequeño de personas apretando … todo lo que yo quería era tocar su vestimenta. Sabía que si podía hacer eso, sería sanada.
De repente, me encontré parada cerca de él. Sólo sus discípulos estaban entre él y yo. Extendí mi mano entre Pedro y Juan y, finalmente, mi mano tímidamente tocó el borde de su manto cuando voló hacia mí gracias a la brisa que levantó al moverse. ¡Ahora sabía que sería sanada! ¡Había tocado algo que le pertenecía! Me sentía tan excitada y quería correr a casa y ver si el sangrado se había detenido.
Pero Jesús se detuvo justo entonces y se volvió hacia mí y dijo: «¿Quién me ha tocado?»
Mi gozo se convirtió, inmediatamente, en temor. «¡Oh no!», pensé. «Lo he molestado. Supo que lo había tocado. Creo que no debería haberlo hecho. ¿Mi mano lo tocó a él o lo ensucié con mi sangrado? ¿Por qué quiere saber quién lo tocó? ¡¡¡Oh no!!! ¿Qué he hecho? ¿Me hará azotar por deshonrarlo? No puedo escapar. La multitud es densa. Debo tratar de escapar — ¡rápido!»
Jesús dijo nuevamente: «¿Quién me tocó? Sentí poder salir de mi cuerpo. ¿Quién me tocó?»
Llena de temor y culpa, no teniendo cómo escapar de esa escena embarazosa, junté coraje para enfrentarlo y admití: «Fui yo, Señor. He estado sangrando durante doce años y pensé, después de haber escuchado hablar de usted, que si tan sólo tocaba su manto, sería sanada.» Estaba lista para seguir con mis disculpas, pero Jesús me interrumpió y dijo:
«Vete ahora. Tu fe te ha sanado.»
Mi corazón saltó. ¿Había sido sanada? ¡He sido sanada!
Pero hubo algo más dramático y maravilloso sucediendo. ¡Jesús no me dejó ir sin prestarme atención! Se aseguró de detener su marcha, buscarme, encontrarme y decirme que había sido mi fe la que me había sanado. Pero más allá de sus palabras … estaba en sus ojos. ¡Fui importante para él! Me miró exclusivamente a mí. Me habló. Me escuchó. Quiso saber de qué me estaba sanando. ¡Estaba preocupado por mí!
No hay mayor amor que podamos tener que amar a Jesucristo. Porque este no es un amor en una sola dirección. Cuando vamos a Jesús, cuando nos preocupamos por pelear las multitudes que nos dicen que nuestra fe es estúpida o que creemos en un Dios distante e invisible, y cuando insistimos y peleamos nuestro camino hacia Jesús, a pesar de todos los que se ponen en nuestro camino, Jesús no sólo está allí para sanarnos. Él se detiene, se da vuelta, nos mira y habla y se conecta con nosotros. Nuestro amor por él no es en una sóla dirección. Jesús nos devuelve amor.
© 2000 por Nancy Gardner

Por favor, comparte esto con otras personas usando los íconos para las redes sociales al pie de esta página. O solicita una copia aquí, para imprimir con permiso para su distribución, a menos que arriba esté indicado que está disponible en Catholic Digital Resources.
